Los piconeros de Córdoba: una vida negra como el tizón

José Casado Capdevilla, a los 7 años de edad, ya subía cada mañana con un borrico camino de Trassierra. En un cerro le esperaban su padre y sus hermanos mayores, a los pies de una choza levantada con ramas de pino. Muy temprano se ponían a cortar leña y matas del monte para alimentar la candela que horas más tarde se convertía en picón. Cuando la madera ya estaba calcinada, le echaban agua, apagaban la lumbre, esparcían el cisco, llenaban los sacos y los acomodaban en el animal.
El niño, que apenas levantaba todavía dos palmos del suelo, emprendía camino de regreso a Córdoba por aquellas veredas pedregosas y solitarias de la sierra. En tres horas alcanzaba la carbonería de la Cuesta de Luján. Y allí depositaba el picón a razón de tres pesetas cada saco. Córdoba entonces estaba plagada de carbonerías. Esa era la única fuente de energía que proveía los braseros en invierno y las rudimentarias cocinas cuando el gas y los electrodomésticos ni siquiera se atisbaban en el horizonte.
Así era la negra vida de la familia Casado. Y más negra se tornó cuando uno de los hermanos cayó gravemente enfermo. Para hacer frente a la operación, tuvieron que vender los cuatro o cinco borricos que tenían en propiedad. Desde ese fatídico percance, el pequeño José bajaba los sacos de picón a cuestas. Cada fardo pesaba entre 18 y 20 kilos. “Muchos días llegaba a las diez de la noche a Córdoba. Y trabajábamos todos los días de la semana, sábados y domingos incluidos, lloviera o no lloviera”, rememora José Casado Capdevilla, en una conversación inédita grabada el 2 de diciembre de 2008 en el marco de un proyecto de memoria oral efectuado por la asociación Ágora del Pensamiento Social.
La suya es una de las últimas huellas de un oficio que marcó la Córdoba de posguerra, particularmente en los barrios de San Lorenzo y Santa Marina. En este último, precisamente, se crió aquel niño piconero protagonista de esta historia, antes de mudarse a las Margaritas. Su padre y sus hermanos mayores pasaban parte del año en el monte recogiendo leña y construyendo hornos bajo tierra para fabricar carbón. “El suelo de la choza era de tierra”, recordaba José Casado en un vídeo grabado a los 83 años poco antes de su fallecimiento. “Allí se pasaba mucho frío. Y algunas noches tenías que levantarte para arrimarte a la candela, que estaba en el centro de la choza. La comida se hacía en un lebrillo y allí se comía directamente. No teníamos platos, ni cocina, ni nada. Mi madre se murió sin tener un frigorífico en toda su vida”, relata el joven piconero en una grabación de una hora y cincuenta y siete minutos que hoy parece ciencia ficción.
En la choza se pasaba mucho frío. Y algunas noches tenías que levantarte para arrimarte a la candela
En la montaña no había váter. Ni duchas. Ni lavabo. Todo lo más algún arroyo perdido para refrescarse de vez en cuando y aclararse el tizne que se incrustaba en la piel como una marca indeleble de la miseria. “Teníamos unas alpargatas destrozadas y mi madre nos hizo un mono de la funda de un colchón a cuadros azules y blancos. Fíjese usted lo que era entonces la vida antigua”, decía hace ya 17 años el penúltimo piconero vivo de Córdoba.
Cientos de familias vivieron del carbón en aquellos años miserables de la posguerra. Los piconeros llegaban a acuerdos con los propietarios para recoger la leña seca del monte y abrir agujeros en la tierra donde modelaban hornos subterráneos. A cambio, les pagaban un alquiler o les cedían parte del carbón que fabricaban.
Paco Casado revive hoy las historias sobrecogedoras que le contaba su padre antes de morir. “Una vez uno de los serones del burro salió ardiendo”, relata por teléfono. Algunos tizones no se apagaban correctamente y terminaban prendiendo la carga. “Mi padre me contaba que de niño tenía las alpargatas de esparto hechas mierda y que pasaban mucha hambre. Y yo recuerdo a mi abuelo sentado junto al brasero y fumando más que un carretero”, asegura el hijo y nieto de piconeros.
Eran gente extremadamente pobre que no disponía de otro recurso para vivir, subraya Paco Casado. Su padre y sus tíos fueron paulatinamente encontrando otros oficios alternativos y abandonaron una práctica que ya en los años setenta empezó a extinguirse con la aparición de otras fuentes calóricas más asequibles. Incluso después de prescribir el oficio, el picón siguió formando parte de la vida de muchas familias. “Yo recuerdo haber hecho mucho picón con mi padre cuando se compró una parcela en los Arenales”, recuerda Paco Casado. “Mi padre me decía que hacer carbón era una cosa mucho más lenta. Lo tapaban con tierra y dejaban que se fuera combustionando poco a poco aunque sin llegar a quemarse”.

La vida sacrificada de los piconeros configuró una de las páginas más sórdidas de una Córdoba que ya es solo memoria. Fue el escritor y militar José Cruz Gutiérrez quien los inmortalizó en un libro publicado en 1986. Parte de aquel relato crudo fue recogido años más tarde por Paco Muñoz en sus Notas cordobesas. “Su trabajo era duro y, tanto en invierno como en verano, de madrugada subían a la sierra con sus borricos y sus herramientas. Pellejo con agua para el picón, la horquilla, instrumento metálico para remover el producto, botija con el agua para beber, la comida, el hocino que los hizo ilustres, y sus borricos”, escribe en uno de sus espléndidos artículos costumbristas de Córdoba publicado en 2011.
Antonio Márquez también era hijo de carbonero. Participó en el proyecto de memoria oral de Ágora del Pensamiento Social en 2008 y dejó un brutal testimonio sobre su padre, que huyó a Monda (Málaga) durante la Guerra Civil y tuvo que buscarse la vida construyendo hornos subterráneos en la sierra para fabricar picón y venderlo a las carbonerías. Márquez, que también siguió los pasos de su progenitor antes de convertirse en jardinero profesional, recuerda en la grabación el horror de los cadáveres amontonados por la calle y el estruendo de los bombardeos.
“El de piconero era posiblemente, a principios del siglo XX, uno de los oficios más pobres que había”, subraya hoy Paco Muñoz en conversación telefónica. “A ese oficio recurría la gente que no tenía nada”. El propio Muñoz recuerda perfectamente el brasero de picón que había en casa de sus padres. “Raro era el barrio de Córdoba que no tenía un par de carbonerías. Yo recuerdo de niño la que había en la calle Magistral González Francés. A aquel piconero no se le veían nada más que los dientes blancos”, sugiere.
Los piconeros vendían el material a las carbonerías, aunque también lo suministraban directamente por la calle, asegura el cronista cordobés. “Lo mismo pasaba entonces con los lecheros que te vendían la leche de cabra recién ordeñada”. Se trataba de un trabajo de “subsistencia” y “muy ingrato”, describe Paco Muñoz. En la cocina, se usaba el carbón, que tenía mayor poder calórico. “En mi casa, la encimera tenía un agujero de hierro y abajo estaba la piquera para meter carbón”, describe.
Santa Marina, San Agustín y San Lorenzo eran los barrios de los piconeros, y también de los toreros. Dos de los oficios de la gente humilde y sin formación que no tenía alternativas para buscarse la vida. “Lo único que necesitaban era un borrico”, puntualiza Paco Muñoz. De hecho, la escasa memoria gráfica que se conserva refleja la peculiar vestimenta de los piconeros siempre en compañía de un burro.
La llegada del petróleo y las cocinas de gas jubilaron el carbón como combustible principal. Los braseros de picón todavía aguantaron algunos años más, justo hasta que la calefacción eléctrica permitió liberarse de una materia prima muy engorrosa y que comportaba cierta peligrosidad. Y cuarenta años después, los piconeros ya apenas habitan en la memoria de un mundo despiadado y negro como el tizón.
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